sábado, 1 de febrero de 2025

 LA MAGIA DEL CINE EN FERMOSELLE

Se cuenta que antaño, cuando el cine era una de las mayores atracciones para los vecinos de Fermoselle, la Sala del Castillo (construida posiblemente como café teatro en 1.932) se convirtió en el lugar donde la magia del séptimo arte cobraba vida en la localidad. Era una época en la que las luces y sombras proyectadas en una pantalla blanca ofrecían a los habitantes del pueblo una ventana a otros mundos, a historias lejanas, a aventuras y romances que solo se podían imaginar. El cine, además de un valioso entretenimiento, era una experiencia social, un ritual que reunía a niños, jóvenes y mayores, y que se vivía con una mezcla de emoción y nostalgia.

Cartelera original

Uno de los personajes más recordados de esa época era Pepe “el Retratista”, (también ejercía como relojero) el operador que se encargaba de hacer funcionar el proyector desde la cabina situada en la parte trasera de la sala. Pepe, conocido por su destreza y su pasión por el cine, era el encargado de que las imágenes se desplegaran con claridad y que la película avanzara sin problemas. Desde su pequeña cabina, llena de cables, bobinas y el inconfundible sonido del proyector, se preocupaba de ajustar el aparato con precisión para que no hubiera problemas. Para los más pequeños del pueblo, su figura era casi mítica: veían en él a un verdadero mago del cine, un artesano que convertía las películas en una experiencia inolvidable.

Cabina del operador

La cabina de proyección, un pequeño espacio apartado, era de acceso restringido, y muchos de los niños se quedaban mirando con curiosidad desde el pasillo, imaginando cómo era el mundo detrás de la pantalla, donde las bobinas giraban y las imágenes cobraban vida. La presencia de Pepe era fundamental en la experiencia del cine en Fermoselle. El operador no solo hacía que las películas se proyectaran, sino que también formaba parte del alma del evento, siendo una figura de referencia para todos los que acudían a la sala.

El visionado de una película en la Sala del Castillo tenía su propio ritmo, muy diferente al de los cines actuales. Durante la proyección, se realizaban cuatro cortes para cambiar el carrete de las cintas, ya que los rollos de película eran bastante grandes y no se podían proyectar de una sola vez. Estos cortes eran momentos de desconcierto y expectación para los espectadores, quienes se veían obligados a pausar su inmersión en la trama mientras el operador cambiaba el carrete. El proceso de cambio de carrete era realizado con destreza por Pepe, quien, desde su cabina, ajustaba las bobinas con rapidez, mientras los ojos del público se dirigían al proyector con curiosidad. Durante estos cortes, el ambiente se relajaba ligeramente, y los murmullos o risas se hacían más evidentes. Los niños aprovechaban para hacer algún comentario travieso, mientras los adultos se mantenían atentos, esperando el regreso de la acción en la pantalla.

Una de las costumbres que se daban en la Sala del Castillo durante las proyecciones consistía en que las parejas enamoradizas ocupaban normalmente las últimas filas de la sala. Era habitual que, al llegar el descanso de los cortes, estas parejas aprovechaban el momento para intercambiar miradas y palabras, a veces tímidas, a veces más atrevidas, pero siempre con la misma intención: disfrutar de la complicidad del amor juvenil. Los descansos entre cortes eran momentos propicios para estas demostraciones de afecto. Sin embargo, a pesar de la naturaleza romántica de esos instantes, las parejas no podían relajarse completamente. Las madres de los chicos y chicas, que muchas veces también acudían al cine, vigilaban con atención los gestos de los jóvenes desde las primeras filas. Con sus ojos atentos, las madres observaban cada movimiento de las parejas, asegurándose de que las demostraciones de cariño no se desbordaran más allá de lo aceptable para la época.

Subida a la puerta de entrada y taquilla

La Sala del Castillo no era solo un lugar de proyección, sino también un espacio social donde la llegada al cine era toda una experiencia. Para comprar la entrada, los vecinos debían dirigirse a la puerta de entrada situada en la “subida al castillo” (hoy calle de Antonio Regojo). Allí, en una taquilla modesta, se adquiría la entrada, que costaba una perra gorda para los niños, y algo más para los adultos.

Calle Antonio Regojo

Una vez que la entrada estaba comprada, el siguiente paso era subir las escaleras que unían diferentes “descansillos”. Las largas filas de niños y adultos se formaban en la entrada de la sala, mientras la anticipación se apoderaba del ambiente. Los más impacientes, especialmente los niños, aprovechaban el momento para hacer alguna broma, para comentar entre risas sobre la película que se iba a proyectar, o para intentar espiar lo que sucedía dentro. El precio de la entrada era, como en muchos otros pueblos, un tema importante. Para los niños, el costo era accesible: una perra gorda, que era una moneda de escaso valor, pero muy significativa en la economía del pueblo. Aquella moneda, pequeña pero con gran poder adquisitivo para los más jóvenes, les permitía acceder a una de las mayores diversiones del momento: el cine. Para muchos, el precio de la entrada representaba un pequeño sacrificio, pero valía la pena, pues el cine era un evento social de primera magnitud. Para los adultos, el precio era algo mayor, pero aún así, la posibilidad de escapar de la rutina y sumergirse en una historia proyectada en la pantalla blanca era una oportunidad que no se dejaba pasar.

Puerta de entrada

En ocasiones, los niños que no disponían de dinero para adquirir una entrada, intentaban ver algo de la película a través de las rajas o aberturas existentes entre las maderas de las puertas de acceso. Desde fuera, se podía entrever la luz de la pantalla, y algunos, con la mirada fija en esas rendijas, trataban de adivinar la trama de la película, a pesar de no poder verla con claridad. La ilusión de poder ser parte de la experiencia del cine, aunque fuera solo un vistazo fugaz, era suficiente para que los pequeños se sintieran parte de la magia de la proyección.

Puerta, entonces de madera, desde cuyas rendijas se veía la pantalla

La cartelera de las películas no era como la conocemos hoy en día, con impresos brillantes y modernos. En Fermoselle, la cartelera era algo mucho más artesanal. En lugar de grandes carteles comerciales, las películas eran anunciadas mediante varias carátulas que resumían el argumento de la película en pocas palabras. Estas carátulas, generalmente hechas de cartón, eran clavadas en un tablero de madera, tipo palet, que se encontraba en el exterior del edificio. Cada una de estas carátulas representaba un fragmento de la trama, a menudo con dibujos o ilustraciones que intentaban captar la atención de los posibles espectadores.

Carátula de la película que se anuncia en la cartelera

Los niños, al ver esas carátulas, se emocionaban por imaginar las historias que iban a descubrir, aunque no siempre se entendía todo el contenido de la película solo con ver esas imágenes. A veces, los títulos eran misteriosos y evocadores, y las ilustraciones, aunque simples, tenían el poder de despertar la imaginación. Las carátulas servían no solo como una forma de publicidad, sino también como una invitación a un mundo de fantasía y aventuras.

El ritual de llegar a la Sala del Castillo con la perra gorda en la mano, entrar en la sala oscura, buscar un asiento entre las filas de bancos de madera y esperar con expectación a que la película comenzara, era una experiencia única. La luz de los proyectores iluminaba las caras de los espectadores, y el sonido que salía de los altavoces, aunque rudimentario, llenaba la sala con la emoción de la historia que se desarrollaba.

Un escenario de  tiempos pasados
Era habitual que después de la película, los niños salieran corriendo por las calles, hablando emocionados sobre las escenas que más les habían impactado, mientras los adultos comentaban los detalles de la trama o las actuaciones de los actores. El cine en la Sala del Castillo era, por tanto, una excusa para compartir, para vivir una experiencia colectiva, para crear recuerdos que perdurarían durante años.

Aunque hoy en día el cine en la Sala del Castillo ya no es una actividad que se repita, aquellos recuerdos siguen vivos en la memoria de los vecinos más mayores de Fermoselle. Las historias de Pepe el Retratista, de las carátulas clavadas en el tablero de madera, de las risas y emociones compartidas en cada proyección, son parte de la historia de la Villa y su legado cultural. En muchos sentidos, aquellas proyecciones de películas formaron una parte esencial de la identidad del pueblo, uniendo a generaciones a través del poder del cine.

En el interior de esta edificación se encontraba la sala del cine

El cine en Fermoselle fue más que una simple proyección de películas. Fue un espacio de encuentro, de magia, de comunidad. Y aunque hoy las tecnologías han cambiado, la esencia de aquellos días sigue presente en los corazones de los que vivieron esa época, quienes, al recordar aquellas proyecciones, reviven la emoción de una época dorada del cine en Fermoselle.

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