LA MAGIA
DEL CINE EN FERMOSELLE
Se cuenta que antaño,
cuando el cine era una de las mayores atracciones para los vecinos de
Fermoselle, la Sala del Castillo (construida posiblemente como café teatro en
1.932) se convirtió en el lugar donde la magia del séptimo arte cobraba vida en
la localidad. Era una época en la que las luces y sombras proyectadas en una
pantalla blanca ofrecían a los habitantes del pueblo una ventana a otros
mundos, a historias lejanas, a aventuras y romances que solo se podían
imaginar. El cine, además de un valioso entretenimiento, era una experiencia
social, un ritual que reunía a niños, jóvenes y mayores, y que se vivía con una
mezcla de emoción y nostalgia.
Cartelera original
Uno de los
personajes más recordados de esa época era Pepe “el Retratista”, (también
ejercía como relojero) el operador que se encargaba de hacer funcionar el
proyector desde la cabina situada en la parte trasera de la sala. Pepe,
conocido por su destreza y su pasión por el cine, era el encargado de que las
imágenes se desplegaran con claridad y que la película avanzara sin problemas.
Desde su pequeña cabina, llena de cables, bobinas y el inconfundible sonido del
proyector, se preocupaba de ajustar el aparato con precisión para que no hubiera
problemas. Para los más pequeños del pueblo, su figura era casi mítica: veían
en él a un verdadero mago del cine, un artesano que convertía las películas en
una experiencia inolvidable.
Cabina del operador
La cabina de
proyección, un pequeño espacio apartado, era de acceso restringido, y muchos de
los niños se quedaban mirando con curiosidad desde el pasillo, imaginando cómo
era el mundo detrás de la pantalla, donde las bobinas giraban y las imágenes
cobraban vida. La presencia de Pepe era fundamental en la experiencia del cine
en Fermoselle. El operador no solo hacía que las películas se proyectaran, sino
que también formaba parte del alma del evento, siendo una figura de referencia
para todos los que acudían a la sala.
El visionado de una
película en la Sala del Castillo tenía su propio ritmo, muy diferente al de los
cines actuales. Durante la proyección, se realizaban cuatro cortes para cambiar
el carrete de las cintas, ya que los rollos de película eran bastante grandes y
no se podían proyectar de una sola vez. Estos cortes eran momentos de
desconcierto y expectación para los espectadores, quienes se veían obligados a
pausar su inmersión en la trama mientras el operador cambiaba el carrete. El
proceso de cambio de carrete era realizado con destreza por Pepe, quien, desde
su cabina, ajustaba las bobinas con rapidez, mientras los ojos del público se
dirigían al proyector con curiosidad. Durante estos cortes, el ambiente se
relajaba ligeramente, y los murmullos o risas se hacían más evidentes. Los
niños aprovechaban para hacer algún comentario travieso, mientras los adultos
se mantenían atentos, esperando el regreso de la acción en la pantalla.
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Una de las
costumbres que se daban en la Sala del Castillo durante las proyecciones
consistía en que las parejas enamoradizas ocupaban normalmente las últimas
filas de la sala. Era habitual que, al llegar el descanso de los cortes, estas
parejas aprovechaban el momento para intercambiar miradas y palabras, a veces
tímidas, a veces más atrevidas, pero siempre con la misma intención: disfrutar
de la complicidad del amor juvenil. Los descansos entre cortes eran momentos
propicios para estas demostraciones de afecto. Sin embargo, a pesar de la
naturaleza romántica de esos instantes, las parejas no podían relajarse
completamente. Las madres de los chicos y chicas, que muchas veces también
acudían al cine, vigilaban con atención los gestos de los jóvenes desde las
primeras filas. Con sus ojos atentos, las madres observaban cada movimiento de
las parejas, asegurándose de que las demostraciones de cariño no se desbordaran
más allá de lo aceptable para la época.
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Subida a la puerta de entrada y taquilla
La Sala del
Castillo no era solo un lugar de proyección, sino también un espacio social
donde la llegada al cine era toda una experiencia. Para comprar la entrada, los
vecinos debían dirigirse a la puerta de entrada situada en la “subida al
castillo” (hoy calle de Antonio Regojo). Allí, en una taquilla modesta, se
adquiría la entrada, que costaba una perra gorda para los niños, y algo más
para los adultos.
Calle Antonio Regojo
Una vez que la
entrada estaba comprada, el siguiente paso era subir las escaleras que unían
diferentes “descansillos”. Las largas filas de niños y adultos se formaban en
la entrada de la sala, mientras la anticipación se apoderaba del ambiente. Los
más impacientes, especialmente los niños, aprovechaban el momento para hacer
alguna broma, para comentar entre risas sobre la película que se iba a
proyectar, o para intentar espiar lo que sucedía dentro. El precio de la
entrada era, como en muchos otros pueblos, un tema importante. Para los niños,
el costo era accesible: una perra gorda, que era una moneda de escaso valor,
pero muy significativa en la economía del pueblo. Aquella moneda, pequeña pero
con gran poder adquisitivo para los más jóvenes, les permitía acceder a una de
las mayores diversiones del momento: el cine. Para muchos, el precio de la
entrada representaba un pequeño sacrificio, pero valía la pena, pues el cine
era un evento social de primera magnitud. Para los adultos, el precio era algo
mayor, pero aún así, la posibilidad de escapar de la rutina y sumergirse en una
historia proyectada en la pantalla blanca era una oportunidad que no se dejaba
pasar.
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Puerta de entrada
En ocasiones, los
niños que no disponían de dinero para adquirir una entrada, intentaban ver algo
de la película a través de las rajas o aberturas existentes entre las maderas
de las puertas de acceso. Desde fuera, se podía entrever la luz de la pantalla,
y algunos, con la mirada fija en esas rendijas, trataban de adivinar la trama
de la película, a pesar de no poder verla con claridad. La ilusión de poder ser
parte de la experiencia del cine, aunque fuera solo un vistazo fugaz, era
suficiente para que los pequeños se sintieran parte de la magia de la
proyección.
Puerta, entonces de madera, desde cuyas rendijas se veía la pantalla
La cartelera de las
películas no era como la conocemos hoy en día, con impresos brillantes y
modernos. En Fermoselle, la cartelera era algo mucho más artesanal. En lugar de
grandes carteles comerciales, las películas eran anunciadas mediante varias
carátulas que resumían el argumento de la película en pocas palabras. Estas
carátulas, generalmente hechas de cartón, eran clavadas en un tablero de madera,
tipo palet, que se encontraba en el exterior del edificio. Cada una de estas
carátulas representaba un fragmento de la trama, a menudo con dibujos o
ilustraciones que intentaban captar la atención de los posibles espectadores.
Carátula de la película que se anuncia en la cartelera
Los niños, al ver
esas carátulas, se emocionaban por imaginar las historias que iban a descubrir,
aunque no siempre se entendía todo el contenido de la película solo con ver
esas imágenes. A veces, los títulos eran misteriosos y evocadores, y las
ilustraciones, aunque simples, tenían el poder de despertar la imaginación. Las
carátulas servían no solo como una forma de publicidad, sino también como una
invitación a un mundo de fantasía y aventuras.
El ritual de llegar
a la Sala del Castillo con la perra gorda en la mano, entrar en la sala oscura,
buscar un asiento entre las filas de bancos de madera y esperar con expectación
a que la película comenzara, era una experiencia única. La luz de los
proyectores iluminaba las caras de los espectadores, y el sonido que salía de
los altavoces, aunque rudimentario, llenaba la sala con la emoción de la
historia que se desarrollaba.
Un escenario de tiempos pasados
Era habitual que
después de la película, los niños salieran corriendo por las calles, hablando
emocionados sobre las escenas que más les habían impactado, mientras los
adultos comentaban los detalles de la trama o las actuaciones de los actores.
El cine en la Sala del Castillo era, por tanto, una excusa para compartir, para
vivir una experiencia colectiva, para crear recuerdos que perdurarían durante
años.
Aunque hoy en día
el cine en la Sala del Castillo ya no es una actividad que se repita, aquellos
recuerdos siguen vivos en la memoria de los vecinos más mayores de Fermoselle.
Las historias de Pepe el Retratista, de las carátulas clavadas en el tablero de
madera, de las risas y emociones compartidas en cada proyección, son parte de
la historia de la Villa y su legado cultural. En muchos sentidos, aquellas
proyecciones de películas formaron una parte esencial de la identidad del
pueblo, uniendo a generaciones a través del poder del cine.
En el interior de esta edificación se encontraba la sala del cine
El cine en
Fermoselle fue más que una simple proyección de películas. Fue un espacio de
encuentro, de magia, de comunidad. Y aunque hoy las tecnologías han cambiado,
la esencia de aquellos días sigue presente en los corazones de los que vivieron
esa época, quienes, al recordar aquellas proyecciones, reviven la emoción de
una época dorada del cine en Fermoselle.