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viernes, 16 de mayo de 2025

 LAS CHARCAS EN FERMOSELLE

Se cuenta que hace algunos decenios, en las afueras de Fermoselle, existían dos lagunas o charcas que desempeñaban un papel muy importante en la vida cotidiana de sus habitantes. Estas lagunas eran utilizadas principalmente como abrevaderos para el ganado, pero también adquirieron un protagonismo social que va más allá de su función práctica.

En tiempos pasados, cuando el acceso al agua potable no era tan fácil ni tan abundante como en la actualidad, estas charcas se convirtieron en el principal recurso hídrico para los animales de Fermoselle. El ganado acudía a ellas para beber, y los labradores, en su labor diaria, dependían de ellas para que sus animales pudieran mantenerse bien hidratados. Sin embargo, el uso constante por parte del ganado hacía que las aguas de las dos lagunas estuvieran lejos de ser limpias y cristalinas. La suciedad acumulada por los animales, junto con la falta de una adecuada higiene, convertía las aguas en algo turbio y de dudosa salubridad, en un verdadero cenagal.

A pesar de la falta de limpieza y las condiciones poco higiénicas, las lagunas tenían un uso inesperado: eran el lugar de baño para los hombres de Fermoselle. En una época en la que no se disponía de trajes de baño, las charcas se convertían en un espacio común para que los hombres, sobre todo en los calurosos días de verano, pudieran refrescarse y disfrutar de un momento de alivio tras las duras jornadas de trabajo en el campo. La tradición de bañarse en las charcas, a pesar de las malas condiciones del agua, era vista como algo habitual, una costumbre aceptada en la vida rural del pueblo.

Era un espacio en el que, al anochecer, se reunían muchos de fermosellanos, que se sumergían en las aguas turbias sin apenas preocuparse por la suciedad. La falta de ropa adecuada para bañarse no era un obstáculo, ya que el baño en estas lagunas formaba parte de un ritual de convivencia social. Era un lugar de encuentro, de risas y de charlas informales sobre el día a día, donde los hombres se relajaban y compartían historias mientras se refrescaban.

Sin embargo, las mujeres de Fermoselle no solían participar en este tipo de baños. En esa época, la sociedad era muy conservadora y las normas de género estaban estrictamente marcadas. Las mujeres no se bañaban en las mismas aguas que los hombres, y su contacto con las charcas estaba limitado a las tareas relacionadas con el ganado o con la recolección de agua. Además, la costumbre de nadar o de practicar el baño libre no era algo común entre las mujeres de la época. La falta de trajes de baño adecuados y el contexto social impedían que las mujeres pudieran disfrutar de este tipo de prácticas. Como consecuencia, muchas de ellas no aprendían a nadar, pues el acceso a las aguas para ellas era más bien una cuestión de necesidad (para lavar la ropa o realizar otras tareas) que de ocio o recreo.

Con el paso de los años, las necesidades y las costumbres de la sociedad cambiaron, y las viejas charcas dejaron de tener la misma importancia. Los avances en la infraestructura hidráulica y la mejora de las condiciones sanitarias hicieron que las lagunas perdieran su función original. La suciedad acumulada en sus aguas y la falta de higiene fueron factores determinantes para su progresivo olvido.

Sin embargo, en lugar de desaparecer por completo, la historia de las lagunas de Fermoselle dio paso a nuevas transformaciones que reflejan la evolución del pueblo. Hoy, una de estas antiguas lagunas, la de las Eras ha sido recuperada y transformada en la piscina municipal de Fermoselle, un espacio de recreo y ocio que ofrece a los habitantes del pueblo y a los visitantes la posibilidad de disfrutar de un baño en aguas limpias y acondicionadas, muy lejos de las condiciones de suciedad y turbieza que caracterizaban a la laguna de antaño. Esta piscina municipal se ha convertido en un lugar de encuentro en los calurosos meses de verano, un espacio donde las familias, los niños y los turistas pueden disfrutar del agua en un entorno saludable y seguro.

La charca de las Eras, era mucho menos atractiva para los bañistas. Su agua oscura y su aspecto algo tenebroso provocaban el miedo de muchos. Allí, apenas se bañaban personas, pues la sensación de temor que causaba su agua turbia desalentaba a los más valientes a meterse en ella.

Por otro lado, el espacio ocupado por la laguna de Santo Cristo, ha sido transformado en un moderno polideportivo, un complejo que alberga instalaciones para la práctica de deportes tanto al aire libre como bajo techo y desde hace unos años, en ese mismo espacio, funciona una guardería infantil. Este polideportivo no solo ha mejorado las infraestructuras deportivas del pueblo, sino que también ha proporcionado a los fermosellanos un lugar para el ocio, la actividad física y el bienestar, convirtiéndose en un centro neurálgico para la comunidad.

La transformación de estas antiguas lagunas en la piscina municipal y el polideportivo refleja la evolución de Fermoselle, un pueblo que ha sabido adaptarse a los tiempos modernos sin perder el vínculo con su historia y sus tradiciones. Las lagunas, que en su momento fueron testigos de una vida rural más austera y sencilla, hoy se han reconvertido en espacios de bienestar y recreo para las nuevas generaciones.

Aunque las charcas ya no son lo que fueron, su historia sigue viva en la memoria colectiva del pueblo. Aquellas tardes de baño en aguas sucias, los hombres que se reunían en las lagunas para charlar y refrescarse, y las mujeres que observaban desde lejos sin poder compartir esa experiencia, son parte de un pasado que, aunque lejano, sigue siendo un testimonio de las costumbres y la vida cotidiana de Fermoselle en tiempos pasados.

Hoy, en lugar de las aguas turbias de las antiguas charcas, Fermoselle ha dado paso a espacios más limpios y funcionales, pero sin olvidar nunca sus raíces. Las lagunas de antaño, convertidas en piscina y polideportivo, son el reflejo de un pueblo que sigue mirando al futuro con la misma dedicación y cariño con los que siempre ha cuidado su historia y sus tradiciones.


En aquellos tiempos los jóvenes y niños de Fermoselle se bañaban durante el día en el agua cenagosa de la charca de Santo Cristo. La entrada al agua, se encontraba llena de los excrementos de los animales que abrevaban en ella. Ranas, renacuajos, culebrillas nadando te las topabas a menudo. Había costumbre de saltar a modo de trampolín utilizando el pretil de piedra que la separaba de la carretera del cementerio. Era la forma más maravillosa de pasar las largas jornadas del verano en Fermoselle.

Pero no todo era diversión sin más. Si alguien decidía ir a la charca sin permiso, lo más probable es que al regresar a la orilla se encontrara con una reprimenda. Las madres, alertadas, iban hasta allí a por los niños, recogiendo la ropa que habían dejado en la orilla o en las lastras de uno de los laterales utilizados para tomar el sol, obligándolos a regresar a casa, a menudo de forma algo incómoda. Sin embargo, para muchos de esos niños y jóvenes, la charca de Santo Cristo se convirtió en un lugar de recuerdos felices de los largos y cálidos veranos, una tradición sencilla, pero profundamente vivida.

Esos veranos junto a las charcas de Fermoselle son un reflejo de una época donde, aunque no existían grandes comodidades, los momentos compartidos alrededor de estos espacios naturales formaban una parte entrañable de la vida cotidiana del pueblo.

jueves, 27 de marzo de 2025

 UN ALMENDRO EN LA BARBACANA

Se cuenta que un almendro que se aferraba a la pared de una especie de  barbacana situada sobre el único cubo de muralla que permanece intacto en el  castillo de Doña Urraca en Fermoselle fue durante muchos años un testigo mudo de amor, de promesas y de recuerdos que quedaban atrapados en las cámaras fotográficas de los recién casados y las parejas de novios que se acercaban a este rincón tan especial. En su sombra, bajo el cielo abierto, el susurro de los enamorados se mezclaba con la brisa, creando una atmósfera única, de las que solo se encuentran en los lugares donde el tiempo parece haberse detenido.

La pared, vieja y desgastada por el paso de los siglos, parecía haber encontrado en el almendro su compañero perfecto. Este árbol, con su resistencia admirable, se agarraba a las rocas de la barbacana como si fuera el último vestigio de vida en un lugar que había visto tantas historias, tantas despedidas y reencuentros. Las parejas, sin importar la época, posaban bajo su ramaje florecido, buscando inmortalizar en una fotografía lo que muchos llamaban el primer paso hacia la eternidad. Cada imagen tomada frente al almendro se convertía en un símbolo de amor perdurable, un recuerdo que perduraba en los hogares de las familias fermosellanas y de los visitantes que llegaban atraídos por la magia del lugar.


El almendro no solo era un símbolo para los enamorados, también era el alma del castillo para los habitantes de Fermoselle. Aquel árbol que parecía estar más cerca de las estrellas que de la tierra se convirtió en un punto de encuentro para muchas generaciones. Vecinos y turistas se detenían allí, junto a sus raíces, para dejar un pedazo de sí mismos en la historia del lugar. Aquella escena tan bucólica era la promesa de que el amor y la vida siempre encuentran un rincón donde florecer.

Sin embargo, en diciembre de 1981, un vendaval mortífero vino a romper la armonía de ese rincón encantado. El viento, como un invasor cruel, arrancó el almendro de cuajo, llevándose consigo no solo las ramas y hojas, sino también la esencia de todo lo que representaba. Aquella madrugada, el castillo pareció perder una parte de su alma, y el almendro dejó de ser la marca de tantos amores que se habían forjado bajo su sombra.



La noticia de su caída apareció en los medios provinciales, dejando un vacío en el corazón de Fermoselle. Las generaciones que habían crecido con el almendro como testigo de sus momentos más felices lamentaron su pérdida, pero también, como suele suceder con los grandes amores, entendieron que, aunque el árbol ya no estaba, su esencia seguía viva en los recuerdos que él había creado.


El tiempo pasó, y aunque la pared donde antes crecía el almendro quedó desmochada y triste, la naturaleza, siempre sabia, volvió a sorprender. De lo que parecía un lugar devastado, renació una nueva planta. De algún rincón olvidado, del interior de la roca, surgió una pequeña ramita, una nueva esperanza que brotaba del mismo lugar donde había estado el almendro. En su humildad, esta nueva vida parecía un homenaje al viejo árbol, una promesa de que el espíritu de lo vivido no se pierde jamás.

Hoy, aquel pequeño brote verde, que parece luchar por abrirse paso en la roca del castillo, es un símbolo de resiliencia, de la capacidad de renacer después de la tormenta. Los vecinos de Fermoselle, que aún recuerdan aquel almendro que floreció en sus corazones, ven en esta nueva planta la continuidad de la vida, el regreso de la esperanza. Es un recordatorio de que, aunque el viento pueda arrebatar algo en un momento dado, siempre habrá un nuevo brote que nos devuelva la vida, el amor y la memoria de lo que alguna vez fue.


Del libro escrito por Manuel Rivera Lozano titulado FERMOSELLE transcribo este fragmento del poema compuesto por el escritor zamorano Ignacio Sardá Martín dedicado a los protagonistas de la breve historia: la barbacana y el almendro,

“…Apenas le queda, apenas,

De todo su ayer y gloria,

Un torreón derrumbado

Y la barbacana mocha

Que alza el muñón de su bloque

Sobre la desnuda roca,

Retando a siglos y vientos,

Símbolo de la victoria

Pero aún hay vida en su entraña;

Aunque de mortero y toba;

Como un milagro de savia

Que su roquedal desborda,

Bandera de la esperanza

Que naturaleza entona,

Florido de aguas y soles

Que en las alturas retoza,

De entre los bloques del muro

Un almendro se enarbola…”

Ese mágico rincón, allá en lo alto, fue elegido por la poetisa fermosellana Iluminada Ramos Ramos,  para ilustrar la portada de su segundo poemario que tituló "Fermoselle, Arribes eternos" en 2014.

lunes, 17 de febrero de 2025

 LA ESCALINATA NUPCIAL

Se cuenta que la escalinata nupcial de Fermoselle, una de las reliquias del pasado, fue en su tiempo un espacio fundamental para los matrimonios que se celebraban en la iglesia parroquial de la Asunción. Esta escalinata, equidistante de las dos portadas románicas (meridional y occidental) del templo, era el escenario tradicional en el que los recién casados posaban al final de la ceremonia religiosa. Consistía, en cierto modo, en una especie de photocall natural, donde los novios y sus invitados se alineaban en los seis escalones para quedar plasmados para la posteridad, con los novios siempre en el centro, rodeados por sus seres queridos. Esta costumbre se convirtió en un rito indispensable en Fermoselle: no había boda que no pasara por allí.

Boda de Pilar y Emilio

El acto no solo era una forma simbólica de mostrar al pueblo la felicidad de la unión, sino también una tradición que quedaba inmortalizada en las fotos que muchos fermosellanos conservaban colgadas en sus casas. Las imágenes de esas bodas pasaban de generación en generación, formando parte de la historia de la Villa.

Boda de Ana y Luis

Sin embargo, con el paso de los años, la escalinata ha perdido la funcionalidad para la que fue utilizada, y en la actualidad se encuentra, en su parte izquierda, un tanto descabalada. Algunos de los  elementos que la conforman han quedado inservibles, y el paso del tiempo ha hecho mella en su estructura, que ya no ofrece la misma imagen que debiera, especialmente teniendo en cuenta su cercanía al templo. La escalinata, que antaño era un lugar de encuentro festivo y simbólico para los vecinos, ahora luce como una reliquia que poco dice a quienes la ven sin saber nada de  su historia.


Desconozco si hoy en día se mantiene la costumbre de posar en la escalinata tras la boda, pero lo que es indiscutible es que esta pequeña pero significativa estructura sigue siendo un testigo mudo de las costumbres de antaño. Quizás algún día se le pueda devolver el esplendor que tuvo, y, por qué no, recuperar esa bella tradición, para que las futuras generaciones también puedan posar allí, como aquellos fermosellanos que inmortalizaron su amor en ese rincón tan especial de su historia.

Boda de Patricia y Marcos

Agradecemos a las familias García Gómez y Luis Álvarez Regojo por la cesión de las imágenes.

jueves, 6 de febrero de 2025

 EL “ABUELO” Y EL “CAÑIZO”

UNA HISTORIA DE AMOR

Se cuenta que en los tiempos de antaño, en el coso de madera instalado en el interior de la Plaza Mayor de Fermoselle durante las fiestas agustinianas, cohabitaban dos elementos muy destacados por encima del resto de piezas que conforman el habitáculo maderil. Estos dos elementos eran conocidos con cariño como el “abuelo” y el “cañizo”, una pareja que, como dos jóvenes enamorados, se abrazaban mutuamente cada mes de agosto para cumplir su cometido durante los festejos.

El "abuelo"

El "cañizo"

El “abuelo”, un robusto y rudimentario madero que se anclaba firmemente en el suelo, soportaba al “cañizo”, que giraba y giraba gracias a unos ingeniosos artilugios que lo unían a su compañero de fatigas. Juntos, desempeñaban una labor crucial durante las fiestas: cerraban la entrada a la plaza, resistiendo las embestidas de los novillos y cabestros, y aguantando el peso de los mozos y la chiquillería que, en su descanso, también se subían a su estructura. Eran parte esencial del paisaje festivo de Fermoselle, componentes de una tradición que, generación tras generación, se mantuvo viva en la memoria de los vecinos.


Cuando las fiestas llegaban a su fin, el “abuelo” y el “cañizo” se retiraban juntos, como dos viejos amigos, a descansar en unos pajares situados en el Callejón, donde aguardaban hasta el siguiente año. Pero, como todo en la vida, el tiempo pasa y el peso de los años comienza a hacer mella en todo lo que es viejo y querido. Así, el “abuelo” y el “cañizo” fueron retirados por el deterioro que sufrían tras tantas décadas de servicio. La unión que había sido tan fuerte durante años, tanto profesional como emocional, se rompió, y ambos elementos fueron separados, dejando un vacío en el corazón de Fermoselle.


El “abuelo”, solitario y triste, fue colocado en una esquina del templo parroquial, desde donde, con ojos llenos de melancolía, contempla el lugar donde antes se erguía orgulloso, derramando lágrimas de dolor al ver cómo su base se pudre lentamente y su madera se deteriora al estar expuesto a la intemperie. Mientras, el “cañizo” se encuentra en la puerta del Museo Etnográfico de Francisco J. Montero, donde se espera que forme parte del catálogo de piezas expuestas, aunque, como el “abuelo”, sigue sin dejar de lamentar su separación.

Nueva ubicación del "abuelo" y el "cañizo"

Ambos, en su vejez, sienten la ausencia del uno al otro y la nostalgia de tiempos mejores, cuando eran los protagonistas de las fiestas, los fotografiados, los buscados por los medios de comunicación que querían retratar su simbólica relación. El “abuelo” y el “cañizo” han sido testigos de muchos momentos históricos de la Villa, y su separación marca el final de una era, aunque con la esperanza de que algún día, tal vez, puedan volver a estar juntos, abrazados, como los viejos compañeros enamorados que siempre fueron.

Las piezas actuales sustitutas del "abuelo" y el "cañizo" 

Mientras tanto, los vecinos de Fermoselle les dedicamos un sentido homenaje, agradeciendo su legado festivo-taurómaco, con la esperanza de que su memoria perdure. Descansad en paz, queridos amigos. Que vuestra historia permanezca viva en el recuerdo de todos los que tuvimos la fortuna de veros en vuestro esplendor.

sábado, 1 de febrero de 2025

 LA MAGIA DEL CINE EN FERMOSELLE

Se cuenta que antaño, cuando el cine era una de las mayores atracciones para los vecinos de Fermoselle, la Sala del Castillo (construida posiblemente como café teatro en 1.932) se convirtió en el lugar donde la magia del séptimo arte cobraba vida en la localidad. Era una época en la que las luces y sombras proyectadas en una pantalla blanca ofrecían a los habitantes del pueblo una ventana a otros mundos, a historias lejanas, a aventuras y romances que solo se podían imaginar. El cine, además de un valioso entretenimiento, era una experiencia social, un ritual que reunía a niños, jóvenes y mayores, y que se vivía con una mezcla de emoción y nostalgia.

Cartelera original

Uno de los personajes más recordados de esa época era Pepe “el Retratista”, (también ejercía como relojero) el operador que se encargaba de hacer funcionar el proyector desde la cabina situada en la parte trasera de la sala. Pepe, conocido por su destreza y su pasión por el cine, era el encargado de que las imágenes se desplegaran con claridad y que la película avanzara sin problemas. Desde su pequeña cabina, llena de cables, bobinas y el inconfundible sonido del proyector, se preocupaba de ajustar el aparato con precisión para que no hubiera problemas. Para los más pequeños del pueblo, su figura era casi mítica: veían en él a un verdadero mago del cine, un artesano que convertía las películas en una experiencia inolvidable.

Cabina del operador

La cabina de proyección, un pequeño espacio apartado, era de acceso restringido, y muchos de los niños se quedaban mirando con curiosidad desde el pasillo, imaginando cómo era el mundo detrás de la pantalla, donde las bobinas giraban y las imágenes cobraban vida. La presencia de Pepe era fundamental en la experiencia del cine en Fermoselle. El operador no solo hacía que las películas se proyectaran, sino que también formaba parte del alma del evento, siendo una figura de referencia para todos los que acudían a la sala.

El visionado de una película en la Sala del Castillo tenía su propio ritmo, muy diferente al de los cines actuales. Durante la proyección, se realizaban cuatro cortes para cambiar el carrete de las cintas, ya que los rollos de película eran bastante grandes y no se podían proyectar de una sola vez. Estos cortes eran momentos de desconcierto y expectación para los espectadores, quienes se veían obligados a pausar su inmersión en la trama mientras el operador cambiaba el carrete. El proceso de cambio de carrete era realizado con destreza por Pepe, quien, desde su cabina, ajustaba las bobinas con rapidez, mientras los ojos del público se dirigían al proyector con curiosidad. Durante estos cortes, el ambiente se relajaba ligeramente, y los murmullos o risas se hacían más evidentes. Los niños aprovechaban para hacer algún comentario travieso, mientras los adultos se mantenían atentos, esperando el regreso de la acción en la pantalla.

Una de las costumbres que se daban en la Sala del Castillo durante las proyecciones consistía en que las parejas enamoradizas ocupaban normalmente las últimas filas de la sala. Era habitual que, al llegar el descanso de los cortes, estas parejas aprovechaban el momento para intercambiar miradas y palabras, a veces tímidas, a veces más atrevidas, pero siempre con la misma intención: disfrutar de la complicidad del amor juvenil. Los descansos entre cortes eran momentos propicios para estas demostraciones de afecto. Sin embargo, a pesar de la naturaleza romántica de esos instantes, las parejas no podían relajarse completamente. Las madres de los chicos y chicas, que muchas veces también acudían al cine, vigilaban con atención los gestos de los jóvenes desde las primeras filas. Con sus ojos atentos, las madres observaban cada movimiento de las parejas, asegurándose de que las demostraciones de cariño no se desbordaran más allá de lo aceptable para la época.

Subida a la puerta de entrada y taquilla

La Sala del Castillo no era solo un lugar de proyección, sino también un espacio social donde la llegada al cine era toda una experiencia. Para comprar la entrada, los vecinos debían dirigirse a la puerta de entrada situada en la “subida al castillo” (hoy calle de Antonio Regojo). Allí, en una taquilla modesta, se adquiría la entrada, que costaba una perra gorda para los niños, y algo más para los adultos.

Calle Antonio Regojo

Una vez que la entrada estaba comprada, el siguiente paso era subir las escaleras que unían diferentes “descansillos”. Las largas filas de niños y adultos se formaban en la entrada de la sala, mientras la anticipación se apoderaba del ambiente. Los más impacientes, especialmente los niños, aprovechaban el momento para hacer alguna broma, para comentar entre risas sobre la película que se iba a proyectar, o para intentar espiar lo que sucedía dentro. El precio de la entrada era, como en muchos otros pueblos, un tema importante. Para los niños, el costo era accesible: una perra gorda, que era una moneda de escaso valor, pero muy significativa en la economía del pueblo. Aquella moneda, pequeña pero con gran poder adquisitivo para los más jóvenes, les permitía acceder a una de las mayores diversiones del momento: el cine. Para muchos, el precio de la entrada representaba un pequeño sacrificio, pero valía la pena, pues el cine era un evento social de primera magnitud. Para los adultos, el precio era algo mayor, pero aún así, la posibilidad de escapar de la rutina y sumergirse en una historia proyectada en la pantalla blanca era una oportunidad que no se dejaba pasar.

Puerta de entrada

En ocasiones, los niños que no disponían de dinero para adquirir una entrada, intentaban ver algo de la película a través de las rajas o aberturas existentes entre las maderas de las puertas de acceso. Desde fuera, se podía entrever la luz de la pantalla, y algunos, con la mirada fija en esas rendijas, trataban de adivinar la trama de la película, a pesar de no poder verla con claridad. La ilusión de poder ser parte de la experiencia del cine, aunque fuera solo un vistazo fugaz, era suficiente para que los pequeños se sintieran parte de la magia de la proyección.

Puerta, entonces de madera, desde cuyas rendijas se veía la pantalla

La cartelera de las películas no era como la conocemos hoy en día, con impresos brillantes y modernos. En Fermoselle, la cartelera era algo mucho más artesanal. En lugar de grandes carteles comerciales, las películas eran anunciadas mediante varias carátulas que resumían el argumento de la película en pocas palabras. Estas carátulas, generalmente hechas de cartón, eran clavadas en un tablero de madera, tipo palet, que se encontraba en el exterior del edificio. Cada una de estas carátulas representaba un fragmento de la trama, a menudo con dibujos o ilustraciones que intentaban captar la atención de los posibles espectadores.

Carátula de la película que se anuncia en la cartelera

Los niños, al ver esas carátulas, se emocionaban por imaginar las historias que iban a descubrir, aunque no siempre se entendía todo el contenido de la película solo con ver esas imágenes. A veces, los títulos eran misteriosos y evocadores, y las ilustraciones, aunque simples, tenían el poder de despertar la imaginación. Las carátulas servían no solo como una forma de publicidad, sino también como una invitación a un mundo de fantasía y aventuras.

El ritual de llegar a la Sala del Castillo con la perra gorda en la mano, entrar en la sala oscura, buscar un asiento entre las filas de bancos de madera y esperar con expectación a que la película comenzara, era una experiencia única. La luz de los proyectores iluminaba las caras de los espectadores, y el sonido que salía de los altavoces, aunque rudimentario, llenaba la sala con la emoción de la historia que se desarrollaba.

Un escenario de  tiempos pasados
Era habitual que después de la película, los niños salieran corriendo por las calles, hablando emocionados sobre las escenas que más les habían impactado, mientras los adultos comentaban los detalles de la trama o las actuaciones de los actores. El cine en la Sala del Castillo era, por tanto, una excusa para compartir, para vivir una experiencia colectiva, para crear recuerdos que perdurarían durante años.

Aunque hoy en día el cine en la Sala del Castillo ya no es una actividad que se repita, aquellos recuerdos siguen vivos en la memoria de los vecinos más mayores de Fermoselle. Las historias de Pepe el Retratista, de las carátulas clavadas en el tablero de madera, de las risas y emociones compartidas en cada proyección, son parte de la historia de la Villa y su legado cultural. En muchos sentidos, aquellas proyecciones de películas formaron una parte esencial de la identidad del pueblo, uniendo a generaciones a través del poder del cine.

En el interior de esta edificación se encontraba la sala del cine

El cine en Fermoselle fue más que una simple proyección de películas. Fue un espacio de encuentro, de magia, de comunidad. Y aunque hoy las tecnologías han cambiado, la esencia de aquellos días sigue presente en los corazones de los que vivieron esa época, quienes, al recordar aquellas proyecciones, reviven la emoción de una época dorada del cine en Fermoselle.

lunes, 13 de mayo de 2024

 LAS CIGÜEÑAS INTENTAN ACABAR CON SU MALEFICIO

Ya se vislumbra en el horizonte litúrgico el Domingo de Pentecostés. Es el día en que se cumplió la promesa de Cristo a los apóstoles de que el Padre enviaría al Espíritu Santo para guiarlos en la misión evangelizadora. En Fermoselle tiene un significado especial pues en ese día en el que se da como clausurado el tiempo Pascual, se ejecuta una tradición heredada desde hace muchísimos años pero que entre algunos vecinos se mantiene con frescura y que consiste en la retirada del sudario, como explico a continuación.



El Viernes Santo, finalizada la procesión del Santo Entierro y después de haber circulado los fieles alrededor del humilladero, más conocido como descendimiento, situado extramuros del pueblo a unos metros de la ermita de la Soledad, se cuelga y ata en el travesaño de la cruz que se encuentra anclada en el centro del lugar una tela blanca que viene a representar el sudario de Jesús de Nazaret, es decir, la tela con la que fue envuelto su cuerpo tras su muerte y que aquí se utilizaba para realizar el acto religioso del descendimiento del cuerpo. Ahí pasará los 50 días siguientes a la Pascua.



Pues bien, en torno a este sencillo monumento se narra una leyenda un tanto curiosa y muy conocida en la villa. Al parecer, un año desapareció la tela de su sitio. Hechas las indagaciones suficientes no se dio con el ratero que la sustrajo pero sí con el lugar donde se encontraba, exactamente en el nido de cigüeñas de la iglesia. Entonces, el cura maldijo a quien lo hubiera hecho desaparecer y desde ese momento todas las cigüeñas abandonaron la localidad no volviendo a anidar en el término de Fermoselle. Este suceso se pierde en la noche de los tiempos.


Esta leyenda aparece narrada con precisión en  el libro “Historias y Leyendas de Fermoselle”, de Roberto Fariza González, con el título de LA MALDICIÓN DE LA CIGÚEÑA.

A pesar de ello, y es lo que da cierta verosimilitud a lo ocurrido, en más de una ocasión se han “perdido” por Fermoselle alguna pareja de cigüeñas con la intención de anidar, normalmente en la espadaña de la antigua iglesia de San Francisco o de San Juan Bautista. También en este 2024 se ha cumplido esa intentona ya que mediado el mes de abril una pareja se ha afanado en el transporte de palos y ramas para la construcción de su nido en el campanil, quedando el intento, de momento, inconcluso.



Roberto me cuenta una curiosidad. Por lo visto, cuando suena el canto en  gregoriano en el claustro del “convento”, ellas, la pareja de cigüeñas, inician su crotoreo o castañeteo, a modo de celebración agradecida. Este hecho tan singular viene a refrendar lo que García Lorca escribió después de un viaje a Castilla durante el cual le llamaron la atención las cigüeñas, sentadas en lo alto de los campanarios y que le parecieron poetas melancólicos, que al carecer de música en la voz se acercaban a vivir junto a la fuente musical de las campanas.


Estos son los primeros versos:

 “Cigüeñas musicales,

Amantes de campanas.

¡Oh, qué pena tan grande

Que no podéis cantar!...

¡Oh, pájaros derviches

llenos de soñolencia…!”